EL CERRO RICO. POTOSÍ MINERO




El Cerro Rico en la actualidad


     Bajé a desayunar a la hora concertada con Graciela, dispuesto a decirle que era imposible que mis pulmones y cabeza pudieran ascender cuatrocientos metros más hasta las minas de Cerro Chico, al margen de que mis fuerzas no estaban en sus mejores momentos dado que no había dormido, y la parte alimenticia ausente desde el desayuno del día anterior.

La sorpresa fue encontrarme que ella también desistía del acceso al cerro, había mal dormido seis horas, pero se veía incapaz de meterse a 4000 metros en una cueva. El pago, en su reserva, no nos lo devolvieron.


La noche anterior, en las duchas, había conocido a un treintañero francés en las duchas, el cual había ascendido aquel mismo día al Cerro; me contó lo mal que lo pasó dada la contaminación y falta de oxígeno dentro de los túneles, pero el espectáculo dantesco de los trabajadores lo acabó de hundir. Compró dinamita para regalar (especialmente a los desdentados jóvenes) y aunque posiblemente le representaría una experiencia inolvidable en el futuro, no la valoró positiva, al margen de marearse un par de veces, el espectáculo humano le resultó triste y penoso.


Precisamente por ello, yo había elegido hacer la visita el domingo, dado que nadie trabajaba durante la visita.


Me comentó la curiosa veneración en la entrada de la mina de una especie de demonio al que llaman “Tío”. Le contaron que los españoles intentaron introducir la figura del diablo, ángel caído al que le asociaron ser “Dios del infierno”. El indígena veneraba a un dios de los inframundos (todos sus dioses se entronizan con la dualidad, adquiriendo aspectos positivos y negativos), como en su idioma no conocían la “d” lo nombraron “tíos”, desapareciendo con el tiempo la ese. 

Hoy es una figura de barro situada en un santuario al entrar en la mina, en el que los mineros le ofrendan alcohol, coca o tabaco para que les favorezca en conseguir buenas ganancias dentro, participando los turistas por simple folclore, aunque vendría bien recordar que en un principio rogaban por salir vivos. 


Viven en Potosí 200.000 almas de las que 12.000 son cooperativistas de la mina. Para sobrevivir, o en la intento de conseguirlo, todavía trabajan en sus galerías extrayendo plomo, estaño y zinc, éste último el más apreciado. Todos mantienen la ilusión de que aparezca la inexplorada beta de plata que hace siglos nadie encuentra.


La mayor parte han iniciado su trabajo  en la niñez, situándose su esperanza de vida, si un derrumbe no los aplasta antes, a los 35 años. El polvo de las paredes golpeadas penetra en la piel, les quema el olfato y el gusto, les daña los pulmones y acaba matándolos. 


La UNESCO presiona para que el declarado Patrimonio histórico de la humanidad no se convierta en un cementerio y se deje de excavar, pero nadie se atreve a cerrar la boca del infierno. Se registran una media de treinta muertes al año. 

En enero de 2011 se derrumbó la cumbre del cerro perdiendo su forma cónica. Su interior es un queso suizo construido durante siglos (más de 5000 galerías) y cualquier nueva explosión puede provocar un derrumbe de techos o pisos de las cavernas. 

El gobierno ha propuesto reubicar a los compañeros cooperativistas en otras zonas mineras. Una solución que no parece interesar a nadie. 


Según parece —tuve la ocasión de comprobarlo directamente— todos callan o evaden respuestas, ¿ por miedo?. Muchos cooperativistas subarriendan sus parcelas con infames porcentajes a los mineros que se juegan la vida sin poder salir nunca de la miseria. Se añade el temor a denunciar a los cooperativistas, una mafia contra la que Evo Morales no puede arremeter, ya que son importantes aliados. La pobreza explotando la miseria.



Por la noche la situación aún la descubrí más deprimente. El periodista vasco Ánder Izaguirre tiene un escalofriante reportaje sobre los niños mineros en Potosí, definiendo a la ciudad como icono de la mayor riqueza pasada y el escenario presente de la mayor de las miserias. A niños que se les sigue negando un futuro que no sea continuar marginados en la explotación durante la corta vida que les espera. Alicia Quispe, una de las protagonistas de la crónica, con 14 años ya tiene un riñón inutilizado por el polvo que respira. Vive en una caseta ubicada en la canchamina, a 4.400 metros de altitud, trabaja en la mina empujando carros por las noches, para poder estudiar por las mañanas. Izagirre destaca su fuerza y lucidez: “Sabe que tiene que estudiar para salir de ahí, sabe que no puede esperar nada ni del Gobierno, ni de una ONG... sabe que todo va a depender de su lucha...Hay un rasgo muy único que no vi en nadie más: es la única persona del Cerro Rico que se imagina una vida distinta...”


El mismo autor describe con Poética claridad  la cruda realidad social de Potosí: “Los mineros son personajes muy icónicos en Bolivia: la lucha política obrera siempre ha estado encabezada por ellos, han luchado por los derechos humanos y por las condiciones laborales, es gente que se juega la vida, que tiene una especie de leyenda muy de “última frontera”, muy heroica. Luego ves que muchos de esos, en sus casas, reproducen el infierno. En el último escalón siempre suele haber una mujer o unos niños que padecen la violencia, el alcoholismo y el maltrato sexual....


Me sentí conmovido por ese mundo subterráneo en las alturas, en el que el hambre asfixia más que la oscuridad, el polvo, el frío, la herrumbre y el contaminado aire de la boca del infierno.


Había elegido visitar el cerro el domingo para evitar precisamente encontrarme con la deplorable situación en la que ejercen su trabajo los mineros, especialmente los niños (en teoría las mujeres y las niñas no pueden trabajar en ella legalmente, por eso lo hacen de noche).


No quiero quitar valor a la posiblemente singular experiencia que puede representar la visita al Cerro Rico, pero creo importante que no se haga, por respeto, de forma superflua o morbosa, dado el gran dolor que siguen almacenando las entrañas huecas de la “boca de los infiernos”. 


Tampoco niego que la ayuda que podemos ofrecerle comprándoles dinamita, le es necesaria dados sus escasos recursos, pero también me pesa el pensar que podría derivar en su sepultura y la de aquellos niños que empujan los carros cargados de rocas, dejando en las vías su infancia y a la larga su vida.



El barrio minero de San Pedro y su añeja iglesia. 


      San Pedro es una humilde e histórica barriada, importante en el presente y pasado de la historia minera de la ciudad. 

Se le supone uno de los primeros asentamientos mitayos. En 1575 vivían 264 yanaconas huayradores (indígenas semilibres, la mayoría del Cuzco), especialistas en la fundición de plata por medio de hornos incas de viento: huayras.

Un cuarto de siglo después ya habitaban aquí 1.200 indígenas bajo la mita. Una característica poblacional que variará poco hasta finales del siglo XIX, en el que se puebla el barrio de mineros y organizaciones sindicales. 

Desde su famosa plaza: “El Minero” partirán las mayores marchas reivindicativas de la minería en Potosí. Hoy la población minera tan solo es una pequeña parte y el humilde barrio vive bastante en la dejadez rodeado por la pobreza.



La iglesia De San Pedro se construyó exclusivamente para los indígenas alrededor de 1581, pero pocos años después, al convertirse en parroquia, también participarían españoles y mestizos. El lugar conserva un patio con dos pozos de agua limitado con una verja de piedra. En 1655 se restauró el artesonado después de un incendio. 

La torre se rehizo en 1725, conservando su estructura original hasta nuestros días, igual que sus dos portadas de ingreso. En el interior se conservan de principios del XVII el coro central y el retablo mayor. 



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